La belleza a veces nos impacta por sorpresa. Sobreviene de golpe, como una ventisca que anuncia el invierno o como esa ola que te derriba por la espalda. Sin embargo, su sacudida es tan placentera como efímera. De pronto algún objeto despierta esa sensación y te eriza el vello del cuerpo, te late más rápido el corazón y tu respiración se entrecorta de forma casi imperceptible, un escalofrío recorre tu espina dorsal y, cuando la belleza es realmente munificente, incluso te entran ganas de llorar.

El universo ofrece múltiples obras que dan origen a esta emoción: una pintura, un monumento, un paisaje natural, una de esas construcciones dedicadas a Dios –pero que sólo disfrutamos los humanos-, una película, una melodía, un poema, un astro, el mar, el mar, el mar… y casi siempre una mujer. Cuando realmente alguno de estos objetos se encuentra dotado de belleza y te tropiezas en su camino, no hace falta ser un experto o un especialista, sabes instantáneamente que son bellos; porque como un manotazo inadvertido caes bajo su influencia.

Si bien es cierto, hay quien está mejor preparado para descubrir la belleza. Generalmente son personas sensibles y que están un poco más atentas que las demás, pues saben que no existe nada más placentero y digno de buscar. Algunos son especialistas, pero eso no hace falta para agenciarse el título de buscador (o cazador) de la belleza. Sólo basta abrir los ojos y los oídos, extender las manos y tener la predisposición de encontrarse con lo bello. Aquél que se anime a intentarlo, es muy probable que de forma inopinada caiga seducido bajo los efectos hipnóticos de la belleza.

Pero como he dicho, la belleza es efímera; prefiere ser la amante perfecta y, por tanto, rehúye a las relaciones duraderas. En aquellos objetos en los que se mantiene perenne, por no hartarte, termina reduciendo su impacto. De no ser así, las personas que cuidan las salas de los museos estarían locas o exhaustas. Pues si la belleza se empecinara en seducirlos, les exprimiría hasta la última gota de su energía y acabarían machacados. Por eso ella es fina en su educación; siempre dispuesta a conquistarte, pero con cierto recato; jamás, por su exceso o descuido, permitiría que la rechazases.

Finalmente, hay ocasiones en que la combinación de los factores es lo que consigue que te regocijes con la belleza. Aunque estos momentos, por su complejidad, también suelen ser los de más difícil repetición. Por ejemplo, esa canción en el momento adecuado; ya sea en un atardecer, bajo una llovizna, sintiendo el crujir de la hojarasca bajo tus pies, frente al aleteo casi simultáneo de cientos de aves emprendiendo el vuelo u observando la sonrisa de un niño. De pronto el escalofrío sobreviene y sientes una alegría que va expandiéndose dentro de ti, incluso puedes llegar a creer en el orden del universo o por lo menos confías que, en ese preciso momento, éste se ha confabulado para brindarte ese expansivo júbilo. Lo material y cotidiano pierden su sentido y todo lo sublime se cristaliza en un instante.

Así que ahí están sus efectos, aquí sus encantos, ahora basta salir a encontrarlos…

R.III

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